lunes, 17 de agosto de 2020

Review El robo del siglo en Netflix: “Nadie nos quita lo bailao en Valledupar, hermano”

 


Muchos de mis lectores y followers en Twitter me habían preguntado por qué teníamos tanto tiempo sin generar contenidos para nuestra página y canal. La verdad, esta nueva realidad televisiva que nos ha dejado el Covid-19, donde nuestros canales compiten más por ver quién tiene más éxito repitiendo basura, no dan ganas de analizar mucho las escasas nuevas propuestas.  Uno puede medir el nivel de tercermundismo de la Tv colombiana dándose cuenta que lo más visto es una producción sobrevalorada y mediocre como Pasión de gavilanes.

Pero en Netflix tenemos un contenido que merece una reseña, y ese es El robo del siglo, la versión dramatizada de lo acaecido en Valledupar a finales del año 1994 con el robo de la sede del Banco de la República. Vaya año aquel: Veníamos del desplome de la Selección Colombia tras su poco gloriosa presentación en USA/94, era el inicio del escándalo del proceso 8000 y esta serie nos muestra cómo salió de circulación tal vez uno de los billetes más bellos que ha hecho el banco central de este país.

En redes, muchos comparan a El robo del siglo con La casa de papel, o creen que es la respuesta colombiana a la exitosa serie ibérica. Nada más alejado de la realidad. No es una respuesta, porque nunca existió una pregunta. Nuestra historia criminal colombiana da para estas y muchas series más (recordemos Colmenares, también de esta plataforma).

Son seis episodios los que integran esta serie, y se pueden disfrutar de un solo tirón, y digo bien lo de disfrutar, porque, oh sorpresa, me encuentro con un producto que, en mi criterio, no flaquea en ningún capitulo, a diferencia de otros que bien pudieron tener dos o tres menos, porque no explotan bien los personajes o porque la trama se vuelve delirante y absurda. Aunque el tándem entre Andrés Parra (Roberto Lozano – Chayo) y Christian Tappan (Jairo Molina o El Abogado) ya se ha visto en otras producciones con dispar suerte como La Bruja, Escobar, el patrón del mal o La Suegra, en esta siento que logran bordar personajes que rayan el sobresaliente. El uno no podría funcionar sin el otro: Chayo es el entrador a negocios aparentemente imposibles, El Abogado es el cerebro maestro, el de los planes que deben ejecutarse milimétricamente. Pero, con el perdón de Parra y Tappan, para mi quien se roba el show es el personaje de Marcela Benjumea (Doña K), como la líder mafiosa de nivel intermedio que es la financista de esta proeza de la delincuencia colombiana. Porque robos de bancos ha habido muchos, en la ficción (como el de la producción española) y en la realidad, pero este no habría sido el mismo sin nuestra picaresca propia.

Todo comienza con un intento de robo de una custodia en 1992, donde la demora en la ejecución de algunos planes da al traste el operativo, con bajas entre los ladrones y con el Abogado lesionado de por vida. Damos salto a dos años después, donde Chayo tiene una joyería en problemas de liquidez, donde se debe auto-robar para tratar de tapar agujeros financieros, con el apoyo de El sardino ( Juan Sebastián Calero), un personaje cuya extraña relación con Chayo va a ser determinante en el desenlace de la trama.

Chayo se adentra en este negocio rocambolesco para seguir viviendo la vida de apariencias con su esposa e hija, quien está cerca de cumplir los 15 años, aunque su padre deba esta vida y la otra a la mafia. Entra en escena Boris, el personaje que le da la idea del robo, y luego Doña K, una mujer de armas tomar. Chayo se decide a buscar a su contraparte criminal, el Abogado, y revela frente a su esposa Romy ( Katherine Vélez) La realidad del asunto de su trasplante de riñón.  Es este giro de libreto el que mete al abogado en el affaire, a pesar de sus reticencias iniciales.

El encuentro con el contacto del robo en Valledupar ( Ramsés Ramos) marca otro de los clichés de nuestros productos nacionales: el antagonismo entre rolo-acartonado vs. costeño-cógela-suave. Todo el plan parece estar armado sobre arenas movedizas hasta este punto del primer episodio, pero en el segundo remonta con la definición del equipo “interdisciplinario” que intervendrá en el operativo, que a ratos se les sale de las manos ante cada nueva dificultad en varios frentes ¿Qué vía se empleará para ingresar? Y la respuesta llega de la forma más fortuita: Un daño en el aire acondicionado que forzará el ingreso de unos supuestos técnicos a arreglarlo un viernes (porque en realidad el 14 de octubre de 1994 fue un viernes, y no un sábado como se pensaría inadvertidamente). Con la rara complicidad de uno de los guardas de seguridad, al que hasta un café caliente le arroja encima doña K, y tras muchos titubeos que prometían con echar por tierra el proyecto, el caballo de Troya estaba dentro. Pero no iba a ser una empresa fácil ni deshacerse de todos los guardias, ni de las alarmas, ni mucho menos abrir la bóveda. Esto pondría a prueba las lealtades al interior de este variopinto grupo de ladrones y sus cómplices (el vigilante y los policías corruptos). Así se desarrolló el tercer capítulo.

Para el cuarto, con el botín alcanzado, ahora el mayor problema será salir indemne de Valledupar con el cargamento. Incluso, permite el giro medio cómico de la trama, cuando el camión se vara y los policías, en lugar de requisarlo, corren en apoyo del mismo, empujándolo para que arranque. Y vienen las ideas de cada ladrón de qué hacer con el dinero, pero la noticia no iba a tardar en estar en todos lados, y comienzan a buscarse los cabos sueltos del operativo, entre ellos, el maltrecho abogado, quien tuvo que abandonar el centro de operaciones remotas para garantizar la salida del camión.

Pero las imprudencias con el dinero iban a ponerlos en evidencia más pronto de lo que se pensaría. Los seriales de los billetes iban a ser su talón de Aquiles, hasta el punto de volverlos completamente inútiles en el mercado. Así, los ajustes de cuentas estarían a la orden del día, sobre todo contra Doña K, cuya muerte es otro de los lunares de la trama.

Por giros del destino, Chayo se salva de morir porque el gobierno decide que, para no afectar más la economía de una región Caribe donde el dinero estaba circulando, los billetes robados recuperarían su valor. Pero ello no libra al grupo de intervinientes de este atraco de vérselas, de una u otra manera, con la Ley. Muy diciente fue esa relación bisexual entre el mecánico y su amante policía, que desataría el comienzo del fin en el sexto y último episodio.  La fiesta de quince años de la hija de Chayo sería ese momento en que nuestros antihéroes creen que todo marcha relativamente bien, pero en realidad va camino de irse a la mierda: Se resquebraja para siempre la relación entre Chayo y El Sardino,  El Dragón es amenazado por el amante del mecánico (que en realidad sería un agente infiltrado)  en busca de más dinero y se termina entregando ante las autoridades, no sin antes hundir al corrupto Monroy. Al Abogado, el trasplante le resulta fallido por las heridas de bala y decide entregarse y morir en prisión, y la esposa de Chayo (uno de los personajes que terminé odiando por ser demasiado insulsa y estúpida)  descubre la pantomima de relación en la que vive, abandonándolo. Sin nada que perder, la captura, años después, de Chayo es tan solo el cierre del ultimo capitulo.

Con todo, varias preguntas se quedan sin respuesta, a pesar de lo bien conducido, en líneas generales, del libreto de la serie: ¿Un paciente renal bebiendo alcohol y fumando, y ausentándose de sus diálisis? ¿Un hotel en Valledupar cerca de la sede del banco casi decorado como si fuera uno en Bogotá? ¿Por qué la musicalización excesiva se vuelve una regla general de nuestras producciones en Netflix? ¿Eran necesarias esas expresiones nada sincrónicas con el año 1994 como “arrocito en bajo” o “Abogángster” o mostrar en emisión televisiva una novela como Eternamente Manuela? ¿O esa alusión a Amar y vivir por el personaje de Waldo Urrego? ¿Era necesaria esa escena de Tappan con los billetes estilo meme de Kim Kardashian? ¿Imputación de cargos contra el gerente del Banco, en pleno 1994?

En fin,  debo confesar que mis expectativas no eran muy altas y se superaron. Amé el personaje de Benjumea, tanto que su muerte me perturbó. Me pareció el giro machista de la trama. También valoro positivamente el personaje de Vélez como la esposa cómplice de Tappan. La escena de la entrega de éste me conmovió, y eso pasa pocas veces. En definitiva, me parece un producto que vale la pena ver ( y esto también pasa muy pocas veces) en Netflix, a pesar de mis peros. Como en este 2020 no tendremos Los Años Tenebrosos de la televisión colombiana, no indicaremos más si optan o no al rescate.