Pero en Netflix tenemos un
contenido que merece una reseña, y ese es El robo del siglo, la versión
dramatizada de lo acaecido en Valledupar a finales del año 1994 con el robo de
la sede del Banco de la República. Vaya año aquel: Veníamos del desplome de la
Selección Colombia tras su poco gloriosa presentación en USA/94, era el inicio
del escándalo del proceso 8000 y esta serie nos muestra cómo salió de
circulación tal vez uno de los billetes más bellos que ha hecho el banco
central de este país.
En redes, muchos comparan a El robo del siglo con La casa de papel, o creen que es la
respuesta colombiana a la exitosa serie ibérica. Nada más alejado de la
realidad. No es una respuesta, porque
nunca existió una pregunta. Nuestra historia criminal colombiana da para
estas y muchas series más (recordemos Colmenares,
también de esta plataforma).
Son seis episodios los que
integran esta serie, y se pueden disfrutar de un solo tirón, y digo bien lo de
disfrutar, porque, oh sorpresa, me encuentro con un producto que, en mi
criterio, no flaquea en ningún capitulo, a diferencia de otros que bien
pudieron tener dos o tres menos, porque no explotan bien los personajes o
porque la trama se vuelve delirante y absurda. Aunque el tándem entre Andrés
Parra (Roberto Lozano – Chayo) y
Christian Tappan (Jairo Molina o El Abogado) ya se ha visto en otras
producciones con dispar suerte como La
Bruja, Escobar, el patrón del mal
o La Suegra, en esta siento que
logran bordar personajes que rayan el sobresaliente. El uno no podría funcionar
sin el otro: Chayo es el entrador a negocios aparentemente imposibles, El
Abogado es el cerebro maestro, el de los planes que deben ejecutarse
milimétricamente. Pero, con el perdón de Parra y Tappan, para mi quien se roba
el show es el personaje de Marcela Benjumea (Doña K), como la líder mafiosa de nivel intermedio que es la
financista de esta proeza de la delincuencia colombiana. Porque robos de bancos
ha habido muchos, en la ficción (como el de la producción española) y en la
realidad, pero este no habría sido el mismo sin nuestra picaresca propia.
Todo comienza con un intento de robo
de una custodia en 1992, donde la demora en la ejecución de algunos planes da
al traste el operativo, con bajas entre los ladrones y con el Abogado lesionado
de por vida. Damos salto a dos años después, donde Chayo tiene una joyería en
problemas de liquidez, donde se debe auto-robar para tratar de tapar agujeros
financieros, con el apoyo de El sardino
( Juan Sebastián Calero), un personaje cuya extraña relación con Chayo va a ser
determinante en el desenlace de la trama.
Chayo se adentra en este negocio
rocambolesco para seguir viviendo la vida de apariencias con su esposa e hija, quien
está cerca de cumplir los 15 años, aunque su padre deba esta vida y la otra a
la mafia. Entra en escena Boris, el personaje que le da la idea del robo, y
luego Doña K, una mujer de armas tomar. Chayo se decide a buscar a su
contraparte criminal, el Abogado, y revela frente a su esposa Romy ( Katherine Vélez)
La realidad del asunto de su trasplante de riñón. Es este giro de libreto el que mete al abogado
en el affaire, a pesar de sus reticencias iniciales.
El encuentro con el contacto del
robo en Valledupar ( Ramsés Ramos) marca otro de los clichés de nuestros
productos nacionales: el antagonismo entre rolo-acartonado
vs. costeño-cógela-suave. Todo el
plan parece estar armado sobre arenas movedizas hasta este punto del primer
episodio, pero en el segundo remonta con la definición del equipo “interdisciplinario”
que intervendrá en el operativo, que a ratos se les sale de las manos ante cada
nueva dificultad en varios frentes ¿Qué vía se empleará para ingresar? Y la
respuesta llega de la forma más fortuita: Un daño en el aire acondicionado que
forzará el ingreso de unos supuestos técnicos a arreglarlo un viernes (porque
en realidad el 14 de octubre de 1994 fue un viernes, y no un sábado como se
pensaría inadvertidamente). Con la rara complicidad de uno de los guardas de
seguridad, al que hasta un café caliente le arroja encima doña K, y tras muchos
titubeos que prometían con echar por tierra el proyecto, el caballo de Troya estaba dentro. Pero no
iba a ser una empresa fácil ni deshacerse de todos los guardias, ni de las
alarmas, ni mucho menos abrir la bóveda. Esto pondría a prueba las lealtades al
interior de este variopinto grupo de ladrones y sus cómplices (el vigilante y
los policías corruptos). Así se desarrolló el tercer capítulo.
Para el cuarto, con el botín
alcanzado, ahora el mayor problema será salir indemne de Valledupar con el
cargamento. Incluso, permite el giro medio cómico de la trama, cuando el camión
se vara y los policías, en lugar de requisarlo, corren en apoyo del mismo,
empujándolo para que arranque. Y vienen las ideas de cada ladrón de qué hacer
con el dinero, pero la noticia no iba a tardar en estar en todos lados, y
comienzan a buscarse los cabos sueltos del operativo, entre ellos, el maltrecho
abogado, quien tuvo que abandonar el centro de operaciones remotas para
garantizar la salida del camión.
Pero las imprudencias con el
dinero iban a ponerlos en evidencia más pronto de lo que se pensaría. Los
seriales de los billetes iban a ser su talón de Aquiles, hasta el punto de
volverlos completamente inútiles en el mercado. Así, los ajustes de cuentas
estarían a la orden del día, sobre todo contra Doña K, cuya muerte es otro de
los lunares de la trama.
Por giros del destino, Chayo se
salva de morir porque el gobierno decide que, para no afectar más la economía
de una región Caribe donde el dinero estaba circulando, los billetes robados
recuperarían su valor. Pero ello no libra al grupo de intervinientes de este
atraco de vérselas, de una u otra manera, con la Ley. Muy diciente fue esa relación
bisexual entre el mecánico y su amante policía, que desataría el comienzo del
fin en el sexto y último episodio. La
fiesta de quince años de la hija de Chayo sería ese momento en que nuestros
antihéroes creen que todo marcha relativamente bien, pero en realidad va camino
de irse a la mierda: Se resquebraja para siempre la relación entre Chayo y El
Sardino, El Dragón es amenazado por el
amante del mecánico (que en realidad sería un agente infiltrado) en busca de más dinero y se termina entregando
ante las autoridades, no sin antes hundir al corrupto Monroy. Al Abogado, el
trasplante le resulta fallido por las heridas de bala y decide entregarse y
morir en prisión, y la esposa de Chayo (uno de los personajes que terminé
odiando por ser demasiado insulsa y estúpida) descubre la pantomima de relación en la que
vive, abandonándolo. Sin nada que perder, la captura, años después, de Chayo es
tan solo el cierre del ultimo capitulo.
Con todo, varias preguntas se
quedan sin respuesta, a pesar de lo bien conducido, en líneas generales, del
libreto de la serie: ¿Un paciente renal bebiendo alcohol y fumando, y ausentándose
de sus diálisis? ¿Un hotel en Valledupar cerca de la sede del banco casi
decorado como si fuera uno en Bogotá? ¿Por qué la musicalización excesiva se
vuelve una regla general de nuestras producciones en Netflix? ¿Eran necesarias
esas expresiones nada sincrónicas con el año 1994 como “arrocito en bajo” o “Abogángster”
o mostrar en emisión televisiva una novela como Eternamente Manuela? ¿O esa alusión a Amar y vivir por el personaje de Waldo Urrego? ¿Era necesaria esa
escena de Tappan con los billetes estilo meme de Kim Kardashian? ¿Imputación de
cargos contra el gerente del Banco, en pleno 1994?
En fin, debo confesar que mis expectativas no eran
muy altas y se superaron. Amé el personaje de Benjumea, tanto que su muerte me
perturbó. Me pareció el giro machista de la trama. También valoro positivamente
el personaje de Vélez como la esposa cómplice de Tappan. La escena de la
entrega de éste me conmovió, y eso pasa pocas veces. En definitiva, me parece
un producto que vale la pena ver ( y esto también pasa muy pocas veces) en
Netflix, a pesar de mis peros. Como en este 2020 no tendremos Los
Años Tenebrosos de la televisión colombiana, no indicaremos más si
optan o no al rescate.
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